El ataque a Israel perpetrado por el grupo terrorista Hamás conmueve al mundo. El acostumbramiento, por repetición masiva de las imágenes y la información, puede llevarnos a naturalizar el horror.
El 7 de octubre pasado asistimos azorados a través de nuestras pantallas a un espectáculo siniestro que conmovió y aún conmueve a casi todo el mundo: el ataque a Israel perpetrado por el grupo terrorista Hamás.
Las imágenes de familias masacradas y de jóvenes participantes de un recital convertidos en blanco para los asesinos, entre otras atrocidades exponen el horror de lo que es capaz el ser humano cuando actúa movido por el odio y el fanatismo. Aquellas imágenes y las que ahora continuamos viendo acerca del dolor de la población civil, ya a ambos lados de la franja de Gaza, irrumpen de modo tal en nuestras conciencias que nos resulta muy difícil poner en palabras lo que sentimos.
Las imágenes que vemos diariamente nos llevan a pensar en lo que significa el odio, una de cuyas expresiones es el fanatismo que lleva a un proceso de deshumanización y de destrucción de los vínculos que conforman el tejido social.
No nos resulta sencillo explicar tanto odio como el que vemos, ni dar cuenta de los mecanismos psicológicos detrás del fanatismo. En 1930, Freud había señalado que el padecimiento que proviene de los vínculos con los otros seres humanos es, de todos los sufrimientos que nos acechan, el que nos resulta más insoportable. Lo vincular y lo social aparecen en el centro de la escena en la que se despliega la maldad.
El riesgo de naturalizar el espanto
El riesgo es naturalizar el espanto. A ello se refería Hannah Arendt, la filósofa alemana, cuando hablaba de la “banalidad del mal” y postulaba la existencia del “mal radical absoluto” que consiste en la capacidad de reducir a los otros semejantes a la condición de superfluos, reemplazables e innecesarios. De alguna manera, algunos o todos seríamos eliminables.
El mal, una de cuyas expresiones más extremas es el fanatismo, atraviesa toda la historia de la humanidad, pero en cada circunstancia adopta formas diferentes. En el fenómeno del fanatismo hay cuestiones individuales y colectivas, dependiendo de las características de cada época y de una diversidad de motivaciones ligadas a cuestiones del poder. Se trata de un fenómeno complejo con múltiples dimensiones, que no puede ser abordado desde una sola disciplina. Se necesita un enfoque interdisciplinario para dar cuenta de él.
Desde el punto de vista de la estructuración del psiquismo, el fanatismo implica el uso de un funcionamiento mental que tiene las características de adherirse a cualquier emoción, idea, sentimiento o teoría y de anular cualquier posibilidad de sostener una mirada diferente sobre la realidad. Atenta contra la libertad de pensamiento a la que ataca desde postulados que usa a modo de dogmas.
El fanatismo se basa en una profunda idealización mortífera que no admite matices y que sustrae al individuo de la posibilidad de crecimiento y desarrollo mental. La sumisión a una figura erigida indiscutible, poseedora de todo el saber, o a una idea por la cual el individuo debería dar la vida es una de sus características cuyo origen podría rastrearse en la primera infancia y en el vínculo con las figuras paternas.
Idealización y sumisión
La idealización y la sumisión son el sostén de la posibilidad de conformar grupos fanáticos alimentados por el odio. Tal proceso tiene además un efecto de destrucción de la mente, lo que lo hace sumamente peligroso porque se expande con mucha facilidad. La sumisión se manifiesta en un sometimiento afectivo e intelectual que puede conducir a quien se somete hasta la autoinmolación, movido por el afán de pertenencia a un grupo cuyas ideas dogmáticas no pueden ser cuestionadas.
La inexistencia de un mundo y un pensamiento propio conduce al individuo fanático a ocultar su debilidad en una pseudofortaleza que se apoya en el grupo. En forma simbiótica, construye un yo grupal del que no le es posible separarse. A partir de allí, actuará lo que el grupo ordene sin poder detenerse a pensar por sí mismo. Las imágenes que hemos visto estos días nos causan espanto por la capacidad de transportarnos de algún modo al escenario del espanto y conectarnos con la denigración de la persona en su máxima expresión. Todo vale: asesinatos, secuestros, la muerte de niños, saqueos y el bombardeo de ciudades enteras en pos de una construcción ideológica que va más allá de una reivindicación política.
El fanatismo no es algo exclusivo de nuestro tiempo, pero la capacidad de la tecnología de mostrarlo en acción en tiempo real genera fenómenos y desafíos nuevos. Debido a la inmediatez de los acontecimientos vividos a través de la televisión, la prensa y las redes sociales estamos expuestos a una doble tensión. Por un lado, a la necesidad de elaborar una situación traumática lejana, pero presente. Por otro lado, el acostumbramiento, por repetición masiva de las imágenes y la información, en forma constante, puede llevarnos a naturalizar el horror, lo que nos debe conducir al esfuerzo de rescatar nuestra capacidad de pensar.
Quisiera terminar estas reflexiones con un mensaje optimista, a pesar de que hoy parezca muy difícil de lograr. En mi trayectoria como psicoanalista, he comprobado muchas veces la fuerza liberadora del pensamiento y el amor que se expresan a nivel social en la fuerza de la solidaridad.