En 1847, luego de varias investigaciones, el obstetra James Young Simpson descubrió las propiedades anestésicas del cloroformo y llevó adelante el primer parto con anestesia del mundo. El método lo implementó en Escocia con una paciente embarazada que presentaba una desproporción pélvico-fetal que le generaba una obstrucción y no le permitía dar a luz. Pese a que la anestesia calmó los dolores de la mujer, el bebé murió.
En diciembre de ese mismo año, con más conocimientos, Simpson finalmente logró su objetivo: que una embarazada tuviera a su hija sin complicaciones. En esta ocasión, hizo que la parturienta inhalara un pañuelo al que le había echado una cuchara de cloroformo. La mujer quedó sedada y, al cabo de 20 minutos, se despertó con su beba en brazos.
Este parto pasó a la historia grande de la ciencia y fue celebrado por gran parte de la comunidad médica. Sin embargo, la anestesia obstétrica fue duramente repudiada por la Iglesia, que la calificó de “intervención satánica”.
En 1853, la Reina Victoria fue la encargada de romper ese mito cuando, para tener a su cuarto hijo, pidió utilizarla. El 7 de abril, la intervención se llevó a cabo dentro del Palacio de Buckingham, fue un éxito y terminó con las polémicas: la anestesia calmaba los dolores y, para ese entonces, ya no ponía en riesgo la vida ni del bebé ni de la embarazada.
Con el paso del tiempo, el mecanismo se fue optimizando y, conforme a los avances científicos y tecnológicos, se lograron desarrollar distintos tipos de anestesias.