Para conocer el origen del derecho, primero debemos conocer el de esta palabra, pues nos ayudará a entender la necesidad de su creación, implantación y desarrollo.
La raíz de “derecho” la encontramos en el latín como directum (rectitud). No obstante, ius (lo justo), derivado igualmente del latín, es su forma original. En la antigua sociedad romana “no hay justicia sin ley, ni ley sin un sentido de justicia”, afirmación sostenida también por otras culturas de la época y articulada mediante sus códigos normativos.
Sin embargo, fueron los romanos quienes se anticiparon y crearon un verdadero y completo sistema legal que atendía a la necesidad de regular los vínculos y relaciones de una sociedad en constante evolución desde la fundación de la ciudad en el año 754 a.C. hasta la muerte del emperador Justiniano en el año 565. Normas y preceptos que fueron evolucionando a lo largo de casi catorce siglos, para adaptarse a los constantes y profundos cambios experimentados en dicho tiempo.
La Ética y la Justicia en el Derecho Romano: un análisis profundo
Según dejó escrito Domicio Ulpiano, renombrado jurista romano (170–228), “los tres principios del Derecho son estos: vivir honestamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo”.
Con esta afirmación, pretendía fijar la regla por la que “vivir honestamente” era una norma moral creada por la propia conciencia al margen de las leyes y la justicia. Así, por un lado, debemos respetar los derechos ajenos absteniéndonos de atentar contra ellos, y por otro lado, cada cual debe cumplir, respecto a los demás, las obligaciones contraídas en la sociedad. Los juristas romanos supieron aplicar derecho y moral de forma completamente independiente y sin ningún tipo de confusión: la moral era el pilar sobre el que se apoyaría el derecho, y el derecho el pilar sobre el que se apoyaría la justicia.
División entre lo público y lo privado en el Derecho Romano: implicaciones duraderas
Es importante conocer esta distinción pues, como a día de hoy, en la antigua sociedad romana las normas que regulaban las relaciones jurídicas entre sus ciudadanos y el Estado, entendido como “la cosa pública” eran muy distintas a las que regulaban las relaciones de los propios individuos entre sí. De ahí la necesidad de distinguir entre “derecho público” y “derecho privado”.
Publicum ius est quod ad statum rei Romanae spectat, privatum quod ad singulorum utilitatem: sunt enim quaedam publice utilia, quaedam privatim; es decir, “el derecho público es el que se refiere al estado de la cosa pública, privado el que atañe a la utilidad de los particulares, pues hay cuestiones de interés público y otras de interés privado”.
La clave de esta distinción es la “utilidad”, pues el romano intervenía en las relaciones jurídicas como ciudadano, o sea, como miembro de una sociedad organizada políticamente, o como simple individuo, razón por la que las normas jurídicas eran de interés general y de interés particular.
De esta forma, el derecho público se encargaba (y se encarga) de regular las relaciones entre “la cosa pública” (Estado) y los individuos que la componen, mediante su conceptualización como ciudadanos, regulando la organización de su propia administración pública y delimitando sus poderes así como los de la sociedad.
El derecho privado, por su parte, se encargaba (e igualmente se encarga) de regular las relaciones entre los ciudadanos, estableciendo límites y velando por sus intereses patrimoniales y personales.
La clasificación legal en Roma: ciudadanos y esclavos en el Derecho Romano
En la Antigua Roma, no todos los individuos tenían derechos y de ello dependía su consideración como libres o esclavos; a estos últimos se les negaba cualquier tipo de personalidad jurídica. Para que en Roma se tuviese personalidad jurídica era estrictamente necesario no nacer de forma prematura, estar vivo (era suficiente cualquier movimiento del cuerpo), tener formas y naturaleza humanas (los aquejados de simples deformidades sí eran considerados humanos) y vivir veinticuatro horas separado del claustro materno.
El nacido con deformidades suscitaba inquietudes supersticiosas entre los romanos hasta el punto de no ser considerado persona sujeta a ningún tipo de derecho. La única relevancia de su nacimiento era cuantitativa, en el sentido de permitir a la madre obtener algunos privilegios del Imperio, pues de ello dependía –en gran parte– el número determinado de hijos que tenía.
Augusto introdujo por primera vez un registro oficial de nacimientos tal y como lo entendemos hoy en día; sin embargo, no era definitivo ni generalizado.
Los hombres libres se subdividían en ingenuos (ingenui) y libertos (liberti): ingenuo era aquel que había nacido libre y que, además, nunca había dejado de serlo, y liberto era quien había obtenido la libertad mediante la manumisión (dar libertad a un esclavo).
La esclavitud no era un yugo exclusivo de la sociedad romana; existía en todas las civilizaciones antiguas debido a las frecuentes guerras de la época: como el vencedor tenía derecho a aniquilar al vencido, lo más “razonable, lógico y humano” era hacerlo esclavo. Los pocos esclavos existentes a comienzos del Impecos esclavos existentes a comienzos del Imperio romano eran integrados en la familia, en su mayoría, con el objeto de llevar a cabo tareas del hogar o relacionadas con la agricultura y la ganadería.
Por ello, sus circunstancias eran más o menos soportables y, por supuesto, menos duras que las de aquellos esclavos que provenían de las grandes guerras de conquista. Justiniano decía en sus Instituciones que los esclavos nacen o se hacen. Así, era esclavo el que nacía de madre esclava, incluso aunque el padre fuese libre.
No obstante, esta concepción varió rápidamente y se admitió que el hijo naciese libre siempre que la madre hubiese sido libre en algún momento de su gestación. Asimismo, se consideraba que cualquier libre podía ser esclavo si era cautivo de guerra (principal causa de esclavitud fuera del nacimiento), si el ciudadano era condenado a trabajos forzados y si cualquier libre se hacía vender como esclavo con el objeto de compartir con el vendedor el precio de la compraventa (pretii participandi causa).
El esclavo no era considerado persona, sino cosa, y, como tal, podía ser objeto de relaciones patrimoniales de cualquier tipo. No obstante, el derecho romano admitió que podía administrar un pequeño patrimonio (peculium) con autorización de su propietario.
Vínculos matrimoniales y disoluciones en el Derecho Romano: una perspectiva histórica
El célebre jurista Modestino (siglo III) definió el matrimonio en un texto del Digesto de la siguiente forma: “El matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, consorcio en todas las cosas de la vida, comunicación de derecho divino y humano”.
En la sociedad romana, el matrimonio era absolutamente libre. No existía disposición alguna que forzara o incentivara a los ciudadanos a celebrarlo. Sin embargo, ante la decadencia de las costumbres y los bajos índices de natalidad en los últimos años de la República, el emperador Augusto ordenó aprobar la lex Iulia de maritandis ordinibus del 18 a.C. y la lex Papia Poppaea del año 9, imponiendo de forma indirecta la obligación de contraer matrimonio para todos los ciudadanos romanos que tuviesen entre 25 y 60 años, así como para las romanas mayores de 20 años y menores de 50 años. No se libraba de esta obligación ningún viudo ni divorciado.
En caso de no contribuir de esta forma, el romano célibe o casado pero sin hijos se exponía a ser sancionado de forma indirecta mediante graves desventajas, sobre todo en el ámbito del derecho de sucesiones, y por el contrario se premiaba a los matrimonios que eran prolíficos.
Los romanos eran muy avanzados jurídicamente, hasta el punto de que en el Imperio se permitía el divorcio como causa de disolución del matrimonio, entre otras. Durante toda la época republicana, el divorcio fue admitido sin ningún tipo de restricción legal, siendo nulo cualquier acuerdo tendente a su limitación o exclusión.
No obstante, a comienzos de la fijación del divorcio como causa legal de disolución del matrimonio, su puesta en práctica fue poco frecuente, pues se sancionaba socialmente a aquel que no velaba por el mantenimiento de las costumbres, por lo que se puso mucho más en práctica hacia el final de la época republicana y en el Imperio. Muchos autores de la Antigua Roma cuentan la sorprendente ligereza con la que los ciudadanos se divorciaban, hasta el punto de convertir en abuso ese hecho demostrativo de su libertad.
Por otra parte, y como en la actualidad, el divorcio se producía por mutuo acuerdo entre los cónyuges o por la decisión de uno solo de ellos, con la obligación en ambos supuestos de cesar la vida en común. Justiniano introdujo la exigencia legal de realizar una declaración oral o escrita y comunicarlo al otro cónyuge en presencia de siete testigos.
Relaciones extraconyugales en el Derecho Romano: normativas y consecuencias
Asimismo, en la Antigua Roma existía lo que hoy denominamos “pareja de hecho” bajo el término de concubinato, entendido como la unión estable entre personas libres sin la maritalis affectio, es decir, sin la voluntad de ser marido y mujer. Esta supuesta estabilidad era la circunstancia que distinguía este tipo de relaciones de las pasajeras y esporádicas, consideradas ilícitas en cualquier caso.
El concubinato era una unión totalmente lícita. El motivo de su puesta en práctica radicaba en la prohibición de celebrar matrimonio entre personas de distinto rango social, conforme a la legislación de Augusto. Así, si un senador no podía contraer matrimonio con una liberta o con una mujer de dudosa reputación, hacía uso del concubinato (la mujer tenía la consideración de concubina).
En idéntica situación se hallaban los soldados, quienes no podían contraer matrimonio hasta que finalizasen el servicio militar; puesto que la duración de las guerras era indefinida o imprevisible, optaban por el concubinato. La prohibición de que los soldados contrajesen matrimonio fue finalmente derogada por Septimio Severo (193-211).
Patriarcado y Derecho Romano: explorando las dinámicas de poder de la Antigua Roma
La inferioridad de la mujer respecto del hombre era evidente en todos los ámbitos. La mujer siempre e inexcusablemente necesitaba la figura auctoritas de un tutor para realizar cualquier tipo de acto que conllevara una mínima implicación jurídica.
Gayo anticipó lo que a día de hoy ocurre: no existía razón alguna para que una mujer en edad adulta estuviese bajo tutela, aunque se creyese que estar sometida a la autoridad del tutor fuera lo lógico y justo debido a que –supuestamente– estaban siempre expuestas a ser manipuladas o engañadas por su “ignorancia”.
Esta afirmación, según el célebre jurista, resultaba más aparente que verdadera ya que, como afortunadamente sucede actualmente, las mujeres podían realizar cualquier tipo de negocio jurídico por sí mismas, y en muchos casos la intervención del tutor era un entorpecimiento más que una garantía.
La curatela de las personas afectadas por la prodigalidad no finalizaba cuando atenuabana o corregían su forma de proceder, sino únicamente cuando el pretor u otro órgano estatal como el presidente de la provincia revocaba la prohibición de administrar sus bienes (interdictio bonorum). En los artículos 294 y siguientes de nuestro actual Código Civil, también está prevista esta forma jurídica de curatela en supuesto de prodigalidad.
El ‘Manirroto’: normativas y consecuencias
En Roma la disposición de dinero en no pocas ocasiones daba más problemas que alegrías.
El pródigo (del latín prodigus, del verbo prodigo, dilapidar) era la persona que dilapidaba su economía y patrimonio mediante el consumo superfluo e innecesario, sin razón ni medida. Eran considerados directamente ineptos para administrar sus bienes, en la misma medida que los dementes, y había que designarles un curador (curator prodigi) que ejercía formalmente las labores de administración de su patrimonio.
La curatela de las personas afectadas por la prodigalidad no finalizaba cuando atenuabana o corregían su forma de proceder, sino únicamente cuando el pretor u otro órgano estatal como el presidente de la provincia revocaba la prohibición de administrar sus bienes (interdictio bonorum). En los artículos 294 y siguientes de nuestro actual Código Civil, también está prevista esta forma jurídica de curatela en supuesto de prodigalidad.
La intencionalidad del mal: delitos y responsabilidad
El derecho romano promovió una concepción subjetiva según la cual la responsabilidad penal de una acción requiere en el que la comete una voluntad contraria a la ley en cuanto a ocasionar un perjuicio. Pues si, como indicaba Ulpiano, nadie sufría una pena por un pensamiento delictivo, solo eran sancionables las acciones u omisiones voluntarias realizadas en contra de las leyes.
Desde esta perspectiva, era necesaria la voluntad y la intención del delincuente, que se denominaba dolo (dolus) o dolo malo, de cometer el delito u omisión antijurídica (por ejemplo: no asistir a quien solicita socorro por encontrarse en una situación de riesgo o peligro).
De este modo, el término dolo o dolo malo se empleaba para definir esta voluntad del que comete el delito. Podían ser un falso testimonio, el robo de restos de un naufragio, la falsificación de pesas y medidas, etc. No cometía, sin embargo, crimen el que lanzando una piedra sin mirar alcanzaba por casualidad la estatua de un emperador.
Variaciones en la delincuencia romana: diversidad entre infractores
En principio, un delincuente es el autor de un delito, sin distinción de sexo, e infringe la norma penal y tiene la condición de actuar libremente. Solamente el autor del delito es responsable del mismo. Cuando fallece, se extingue la responsabilidad criminal.
El derecho romano reconoce que la acción por un delito y la responsabilidad del reo se extingue por el fallecimiento de su autor, pero no así la responsabilidad civil derivada de él, que subsiste.
No obstante, en la sociedad romana siempre se trataron de diferente manera los delitos cometidos por ciudadanos y los realizados por mujeres, extranjeros o esclavos, lo cual no fue obstáculo para que estos últimos fueran perdiendo la condición inicial de cosas pertenecientes a alguien para integrarse en la sociedad jurídica.
El hecho obvio de que los animales no delinquen es, en cierta medida, un principio transgredido por el derecho penal histórico, ya que en ocasiones son considerados responsables de sus acciones por ciertos textos histórico-jurídicos. Así, aunque las acciones de los animales no eran consideradas por el derecho penal romano, en algunos casos se sancionó a la “bestia homicida” o se procedió criminalmente contra las plagas de langosta, contra la peste… (y no faltan textos que obligan a que a las gallinas que dañen los sembrados se les corten las uñas).
No obstante, en la sociedad romana se entendía, por lo general, que cuando los animales causaban un daño era su dueño el responsable de este, y que cuando eran utilizados voluntariamente para la comisión del delito el responsable del mismo era el hombre que se servía de ellos para delinquir.
Por otro lado, la responsabilidad criminal debida a deudas civiles y, en particular, la prisión por esa causa eran admitidas en el derecho romano, pero se excluía la de la madre de familia que no podía pagar lo que debía a su acreedor. El emperador Constantino, en una rigurosa constitución, preveyó la excepción castigando con la pena de muerte al acreedor que prendiera a la mujer deudora. Un ejemplo de los escasos beneficios atribuidos a las mujeres en una sociedad puramente patriarcal.