En la avanzada industria del gas natural, la máxima prueba de seguridad es la del olfato humano. Si se pregunta a qué huele el gas, debe saber que el gas natural no tiene olor, y una fuga podría pasar inadvertida y provocar una explosión. Pero se le puede agregar olor. Los especialistas se aseguran de que en una emergencia el gas tenga el olor que permita advenir que hay fuga.
Estos especialistas, llamados rinoanalistas, huelen el gas para comprobar que un complejo equipo de detección haya hecho bien su trabajo.
El gas natural se encuentra en el subsuelo o bajo el lecho del mar. Su componente principal es el metano, que burbujea en los pantanos. El fuerte olor que lo acompaña se debe a la materia vegetal en descomposición con la que se mezcla; el metano en sí es inodoro.
El gas natural empezó a utilizarse en Estados Unidos en la década de 1920, y en Europa, en la de 1960. Puesto que no tenía olor, se probó combinarlo con compuestos orgánicos azufrados. El compuesto ideal debía tener un olor peculiar y no ser absorbible por el suelo, pues las fugas subterráneas pasarían inadvertidas; además, no debía dañar a los seres vivos ni ser corrosivo.
El elemento odorante se rocía en el gas cuando éste sale de la planta de proceso. La cantidad se mide con precisión mediante controles computarizados. Tiene un olor tan penetrante que sólo se necesita 1.5 kg para 100,000 metros cúbicos.
La red de distribución se revisa con avanzados instrumentos de detección de olores. Y las personas verifican su precisión con el olfato.
Pese a todo esto, las fugas de gas subterráneas llegan a pasar inadvertidas. Por ello, los ingenieros examinan las tuberías con un equipo miles de veces más sensible que el olfato humano. Dicho equipo detecta más el gas que el olor. Ciertas sondas, colocadas casi a ras del suelo, aspiran aire y lo envían hacia un aparato que detecta el gas en concentraciones mínimas, de unas cuantas partes por millón.
Esta modernísima tecnología del olor permite salvar muchas vidas en los hogares de todo el mundo.